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30 años después

Una crónica íntima, con más emociones que datos, sobre un abuelo y una nieta que ha muerto un poco todos los días desde que él se esfumó en medio de un fuego incomprensible.

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Debería hacer una biografía de mi abuelo. Soy una de las dos únicas nietas que lo conocieron en vida, los otros 5 nacieron después de su muerte. Tengo todas las razones. Estudié periodismo, me dedico a escribir, he publicado tanto literatura como no ficción… No tengo motivos para no hacerlo. Pero no puedo.

No puedo aproximarme de ninguna manera a mi abuelo sin sentir un fuerte vértigo, físicamente incontrolable; recordar su nombre y evocar su rostro me deja sin aire. Cuando me topé con la noticia de que exhumarían los restos del magistrado suplente de mi abuelo, aunque de él no conozco más que el nombre (homónimo de mi padre), una luz fugaz nubló mi vista y casi no pude contener las náuseas. Solo había leído el titular.

Tal vez soy cobarde y prefiero no sentir dolor. Por eso escribo sobre ese abuelo que conocí y que luego dibujé en mi mente por más de 3 décadas. Es difícil crecer bajo la sombra de un hombre al que sabes que nunca emularás, no solo porque sabes que no tienes la madera necesaria para lograrlo, sino porque la herencia de su nombre es ajena. Alfonso Reyes Echandía lleva 30 años viviendo en mi mente.


1982

Los recuerdos de la primera infancia son brumosos. Las imágenes aparecen tras una capa de niebla y las voces suenan como si alguien hablara desde un sótano. Pero algo queda. Como esa tarde cuando regresábamos de la finca, en Anolaima. Mi abuelo iba manejando. El cielo se derramaba, colorado, sobre las montañas. “Cuando el cielo está rojo, es porque al otro día va a hacer sol”, dijo sin mirarme. Yo, con la boca abierta, me perdí entre las nubes.

1984

Nunca había ido a un palacio, así que estaba emocionada. Mi mamá me tenía agarrada de la mano, pero me solté y corrí. Me caí. Mi cara quedó contra un tapete rojo (¿sí era rojo? Así lo recuerdo). Me levanté llorando, pero ahí estaba él, un poco agachado y con los brazos abiertos. “Terremoto”, me llamaba.

1985

Un día, mi hermana y yo dejamos de ir al colegio. En mi casa, al sur de Bogotá, el televisor quedó desconectado y el radio, escondido. Mis papás se fueron. Helena, la señora que nos cuidaba, decidió ver televisión sin permiso, pero lloraba mientras una voz familiar repetía la misma frase en el noticiero. Yo volteé a mirar, pero solo había un incendio en la pantalla. Más tarde íbamos en un taxi camino a donde mi abuelito. Le llevaba un dibujo que había hecho. Cuando se lo mostré a mi mamá, me dijo “su abuelito se murió en un accidente del trabajo”. No nos llevaron al entierro. Durante muchos años, cada vez que escuchábamos “cese el fuego”, aplaudíamos.

1989

Mis papás y mis tíos habían estudiado en el colegio Claustro Moderno, propiedad de la familia Medellín. Nos trasladaron allí al terminar la primaria. Mi nombre ya no era Angie, ni el de mi hermana Jannis, ahora éramos las niñas Reyes, las nietas. Fue entonces cuando empecé a hablar con él. A escribirle. A sentir su ausencia.

1993

Me gustaba estudiar, especialmente las humanidades. Sociales la llevaba en 9.5 sobre 10, entonces, ¿para qué iba a robarme el examen de historia? En una época cuando el bullying era producto de la imaginación de la víctima, no me sirvió de nada decir que solo había regresado la hoja a su lugar porque las niñas antipáticas me habían retado. Quería asumir mi culpa, así que hablé con el coordinador, Jorge Alejandro Medellín. “No quiero que por ser nieta de mi abuelo…” Y me interrumpió “él te habría expulsado”. Pero me recibieron al año siguiente, al mismo curso.

1996

Tenía 17 años y el corazón arrugado. Había visto a mi primer novio besándose con una joven mayor que yo en Unicentro. Iba con uniforme de colegio. Salí corriendo y me desplomé a llorar en un andén. Una señora trató de calmarme. Reconoció mi uniforme. Conocía a los Medellín y a mi abuelo. Me llevó a su casa, a una cuadra del centro comercial. Me dio agua y me contó que Alfonso Reyes le dictaba clase en el Externado. Luego me llevó a mi casa. No podía creer que viviera en Suba. No le pregunté por qué.

2000

Estudiaba artes escénicas en la Asab. Una o dos veces a la semana iba a la Luis Ángel Arango a sacar libros. Un día tomé otro camino, creo que había protestas. Subí por la calle 11, por detrás del Palacio. Casi pierdo el sentido cuando vi su nombre en la fachada. Allí estaba yo, una joven de botas militares, falda gitana y medias rotas, sin aire, viendo cómo mi abuelo moría eternamente en esas letras. No sabía que ese edificio era su homónimo.

2004

Escribir un libro es fácil. Lo difícil es publicarlo. Tomé mis ahorros y saqué una antología de microrelatos. Modalidad: Autopublicación. La dedicación del libro dice “para ti”. Es para él.

2010

Alguien de la oficina en la que trabajaba descubrió quién es mi abuelo. Me dirigió un hiriente y sorpresivo “¿y entonces tú qué haces acá?” Atiné a responder, entre balbuceos, algo como “esta es mi vida”, pero esa persona ya no me escuchaba, estaba describiéndome una serie de solicitudes para mi tío, también abogado. ¿Cómo explicarle que nuestro contacto era casi nulo? Esa misma tarde todos me miraban raro: los que no creían mi ascendencia pensaban que era una mentirosa y quienes no necesitaban confirmación, conjeturaban que seguramente había hecho algo horrible para merecer el abandono familiar que ellos imaginaban. Terminé en la calle de nuevo, pasando hojas de vida.

2015

30 años después, me enfrento a traducir a mi abuelo en palabras, para dibujarlo en mi mente y que deje así de ser una sombra. Si existiera una palabra en español para definir la melancolía que se siente por algo que no se ha vivido, ella estaría escrita aquí, para dar término a esta crónica interior.

Sobre el autor

Angie Reyes

Comunicadora social y periodista, especialista en creación narrativa, divulgación cultural y entretenimiento. Estoy enamorada de la escritura y la lectura, por eso ahora soy jefe de redacción del área digital de Radiopolis.

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